Durante la década de 1980, un muchacho vio aparecer a la Virgen en un cerro de Valparaíso, en Chile. Muchos creyeron en las celestiales visiones. Otros acusaron al muchacho de ser un instrumento de distracción usado por la Policía secreta de ese país. Ésta es la película de esos años contada por alguien que vivió al pie de aquel cerro.
Una crónica de Álvaro Bisama No. 56
Una crónica de Álvaro Bisama No. 56
La película del Apocalipsis empieza en pleno invierno y en la región de Valparaíso, en Chile. Empieza en la dictadura, en 1983. Un 12 de junio. Ese día, cuatro adolescentes escapados de un centro de rehabilitación fuman marihuana o aspiran pegamento sobre unos cerros perdidos de Villa Alemana, en un sector llamado Peñablanca. Están al borde del mundo y de sí mismos. Uno se llama Miguel Ángel Poblete. Posteriormente dirá que no fumó nada, que no aspiró nada, que sólo acompañaba a sus amigos en esas lejanías.
Miguel Ángel Poblete es pobre, flaco y tiene una voz aflautada y neutra y, a primera vista, no parece que pueda ser un elegido del cielo.
Pero lo es.
Y la película empieza aquí, en el momento en que la Virgen María se aparece sobre el cerro El Membrillar, en una loma llena de maleza y espinos y mira a Poblete y lo proclama su profeta, hablándole al oído o quemándole la vista y la cabeza con su luz.
–Soy el Inmaculado Corazón de la Encarnación del Hijo de Dios –le dice.
La película sigue con el color de un paisaje: el verde seco de un pueblo chico. Villa Alemana no era mucho por esos años. En la primera mitad de los ochenta, aún era una frontera borrosa entre el extraño paisaje urbano de Valparaíso –que quedaba a unos infinitos veinticinco kilómetros– y el mundo rural que empezaba en Limache. Todo, a más o menos unas dos horas en bus de Santiago. La década anterior había tenido algo de prestigio en la extraña subcultura hippie chilena; había quien se dirigía allí a comprar y fumar marihuana en medio de los ruidos de una banda llamada LSD; amén de cierta fama medio Thomas Mann, gracias a unas cuantas residencias para enfermos del pulmón (una de las más importantes quedaba al lado de El Membrillar).
En ese pueblo, la mayor parte de las calles eran de tierra y, aparte de un cine y una pista de patinaje, no había demasiado que hacer. Había un par de night clubs medio decadentes visitados ocasionalmente por vedettes, un shopping bonsai en forma de caracol mínimo, un par de colegios particulares con algo de prestigio, una estación de trenes de adobe. Ahí, se alternaban las villas miserias con los potreros, los autos con los caballos, las viejas mansiones de los inmigrantes italianos que la fundaron con las poblaciones de ladrillo barato de los recién llegados; la fastuosidad de la arquitectura del cine Pompeya con el patetismo de los programas dobles que proyectaba; la sensación de que en medio del aire frío del otoño se podía oler la bosta de caballos y sentir el sabor seco de la tierra, mientras flotaban los restos del aroma de los eucaliptos que alguna vez habían servido para curar los males respiratorios de pacientes que habían dejado el pueblo hacía años.
No era un mal lugar para crecer, hay que decirlo.
Sigue con una cinta bíblica llena de milagros. Una cinta que recuerda las catacumbas de las películas que daban en Semana Santa: cristianos reunidos en secreto, esperando no ser devorados por los leones o las llamas iniciadas por algún emperador pirómano.
Miguel Ángel Poblete, el vidente, había crecido como un ejemplo perfecto de cómo el sistema de protección a los menores no los protegía en realidad de nada. Su madre lo había abandonado. Tenía fama de mitómano y pasó de casa de acogida en casa de acogida hasta terminar en un centro llamado Carlos Van Buren, en Villa Alemana. Poblete solía escaparse de esos lugares.
Hasta que se le apareció la Virgen y él se lo contó a alguien y esa persona se lo contó a otras hasta que todo llegó a oídos del sacerdote Luis Fernández de la parroquia el Sol, en Quilpué, una localidad vecina. El cura se interesó en el asunto y acogió al chico. No era un caso tan extraño. La Virgen María se aparece, cada cierto tiempo, en lugares insospechados. Si había sido posible en Fátima, Lourdes y Garabandal, por qué no en Villa Alemana, en medio de esos parajes donde no pasaba nunca nada.
Tomado de: Etiqueta Negra
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