Se supone que una consecuencia inmediata del hecho de ganar un Premio Nobel de Literatura es que la obra del triunfador renace, se reedita masivamente, se traduce por primera o por enésima vez a infinitas lenguas, inunda las librerías del mundo entero.
Como prueba, basta con darse una vuelta por las librerías limeñas y regocijarse ante las decenas y decenas de títulos a la venta de autores como Jaroslav Seifert, Joseph Brodsky, Seamus Heaney, Wislava Szymborska, Gao Xingjian o Elfriede Jelinek.
El hipotético lector de este Puente Aéreo conoce más de un poema de Heaney; sabe que la premiación a Jelinek fue escandalosa e incluso más discutible que la de Dario Fo; sonríe knowingly but also doubtfully ante la mención de Brodsky; asiente algo despistado cuando le nombran a Szymborska; tira la toalla y pide que le repitan, por favor, los otros nombres... ¿Jarosqué Xingqué?
No sé cómo es la cosa en el resto del mundo, pero diré que en los dos países que mejor conozco la adjudicación del Nobel de Literatura concita más atención por las especulaciones previas que por las consecuencias, y sólo cuando el premiado gozaba de cierta fama antes de la nominación su aura crece y resplandece un tanto, post-Nobel; mientras que quien era oscuro anteriormente, vuelve a la oscuridad en poco tiempo.
Herta Müller se merecería una fama mayor y se merecería, sobre todo, que su obra no llamara la atención por la decisión de los académicos suecos, sino por su búsqueda impenitente de un lenguaje que sirva para expresar el constante y obsesivo tema que la informa: la violencia indiscriminada y sin embargo discriminatoria de las dictaduras (en su caso, la que le tocó sufrir en carne propia: la de Nicolae Ceausescu).
tomado de: puente aéreo
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