Moleskine Literario.- ¿Escribir en castellano o en español? ¿Por qué los españoles sienten que el castellano de América Latina es un dialecto y reemplazan, por ejemplo, "zopilote" por "buitre" en los libros intercontinentales (Ruiz Rosas dixit)? ¿Por qué a los latinoamericanos nos sabe tan mal las traducciones de autores coloquiales a la española con su "joder" "tío" "esto mola" etc hasta el punto que incluso los hermanos Glass de Salinger parecen personajes de Verano Azul? La revista "Babelia" se pregunta eso a dos escritores, un español que conoce bien América Latina (José María Merino) y un colombiano afincado en Barcelona (Juan Gabriel Vásquez). Esto dicen:
José María Merino: La anciana está tejiendo en un pequeño telar, sentada en una sillita, en uno de los extremos del enorme bohío de suelo de madera brillante -al parecer, el salón de baile de la pequeña localidad inmersa en la frondosa selva- en una de las orillas del canal, o mejor los canales, del Tortuguero, en Costa Rica. De esto hace más de veinte años. Es uno de mis primeros viajes a la América que habla español, y estoy charlando con esa mujer, que me cuenta algunas cosas a propósito del lugar, de los huevos de tortuga, tan sabrosos, de los pequeños caimanes que llevan a su cría sobre el lomo, de los monos aulladores, del tráfico fluvial que convierte los canales en imprescindibles vías de comunicación. Me sorprende su español, en el que la riqueza léxica muestra palabras para mí castizas, y hasta arcaicas -me trata de vos- junto a otros vocablos cuyo sentido tengo que adivinar -llama lagartos a los pequeños caimanes- igual que me sorprende la música que hace resonar su discurso, el modo de pronunciar las erres, las cadencias del fraseo. El momento, el esplendor solar convertido en una luz suave gracias al gigantesco arbolado y remansado en la solemne penumbra del bohío, la humedad que enaltece los aromas, quedan en mi recuerdo envolviendo ese español nuevo, diferente, que fluye de la boca de la mujer. [...] En la época de la que hablo he leído con atención y gusto a los escritores de lo que conocimos como boom latinoamericano -varios acabarán convirtiéndose en clásicos vivos de nuestro idioma- y he advertido las peculiaridades que le dan a su prosa su inconfundible identidad. Pero es a través de las palabras de esta mujer del pueblo cuando comprendo que mi lengua ya no tiene un único lugar de referencia, que puede ser la misma y presentar otra melodía, e incluso un léxico donde convivan pacíficamente lo habitual y lo ajeno, en tierras para mí muy lejanas. La revelación de que la anciana no habla una lengua segundona de la mía es, en cierto modo, similar a otra: la que, al leer a los cronistas y escritores de Indias, a raíz de mi primer descubrimiento americano, tuve al comprender que, en los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso realiza un genial injerto, al contarnos la historia de sus antepasados a la luz de la cultura grecolatina. Con los años he recorrido muchos lugares de Iberoamérica, he vuelto a tener gustosas conversaciones con hablantes populares, y me sigue asombrando, con el deleite de compartir lo más hondo de ese patrimonio, la variedad de registros melódicos y la riqueza de los vocabularios. Los hispanohablantes nunca seremos capaces de abarcar todas las músicas de nuestro idioma, ni todo el léxico que lo enriquece. La fragmentación comunitaria ha favorecido la existencia de muchos reductos regionales, y en ellos surgen espacios verbales donde la intimidad, la familiaridad, ofrecen nuevos registros de un al parecer infinito panorama de modulaciones del español.
Juan Gabriel Vásquez: He tenido que pasar catorce años fuera de Colombia -y diez años de escritura, o de intentos de escritura, en Barcelona- para enterarme de algo que todos sabían, menos yo: mi lengua está en peligro. Me refiero, claro, a la lengua española con que escribo mis ficciones: al parecer, el hecho de llevar tanto tiempo fuera de mi país es una especie de atentado contra su pureza. La lengua de un expatriado como yo está amenazada (me explican) por la globalización, y el resultado es la pérdida de sus matices locales o nacionales, y la consecuente creación de una koiné donde las novelas de todo un continente acabarán sonando igual. La lengua de un expatriado como yo está sitiada (me explican) por la ubicua y contaminante presencia del inglés, con el resultado -indeseable, por lo que se ve- de que la ficción latinoamericana ahora suena toda como una traducción de Cheever o Yates. Me parece que en ello, en estas bienintencionadas inquietudes, hay un gran malentendido: la idea de que la lengua literaria se comporta igual que la lengua hablada, y de que los escritores que pasan mucho tiempo en países ajenos corren el riesgo, como si dijéramos, de "perder el acento". Pues bien, no es así. Mi coterráneo Fernando Vallejo lo explicó bien en el menos vallejiano de sus libros: Logoi. "La prosa", dice allí, "es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana". En otras palabras, la voz con que uno cuenta sus novelas es siempre una fabricación, una invención; desde Lázaro de Tormes hasta Jacobo Deza, la voz de la ficción es una creación artificial que sólo a grandes rasgos coincide con la dicción del escritor metido en eso que, a falta de mejores palabras, llamamos mundo real. Si uno siente, como siento yo, que siempre está escribiendo en una lengua extranjera, puede sin miedo dejarse contaminar por tres años de vida en países francófonos, por diez años de vida en español peninsular, por una vida entera en estrecho contacto con el inglés de varios países; y, lejos de amilanarse por ello, lejos de sentir y temer la desnaturalización de su lengua, comprenderá que esas voces y esos ámbitos que se le ofrecen en el extranjero pueden muy bien acabar por enriquecerlo. Así que ni la contaminación ni el descenso a la koiné me han preocupado nunca. Hubo un tiempo, sí, en que la exhibición indiscriminada de localismos bastaba para hacer literatura latinoamericana; ese tiempo, por fortuna, ha pasado, y de la superstición del color local -tan afín a esa otra superstición, la del nacionalismo literario- ya se ocupó Borges en El escritor argentino y la tradición, un ensayo de los años treinta que para mí tiene el lugar de un manifiesto.
José María Merino: La anciana está tejiendo en un pequeño telar, sentada en una sillita, en uno de los extremos del enorme bohío de suelo de madera brillante -al parecer, el salón de baile de la pequeña localidad inmersa en la frondosa selva- en una de las orillas del canal, o mejor los canales, del Tortuguero, en Costa Rica. De esto hace más de veinte años. Es uno de mis primeros viajes a la América que habla español, y estoy charlando con esa mujer, que me cuenta algunas cosas a propósito del lugar, de los huevos de tortuga, tan sabrosos, de los pequeños caimanes que llevan a su cría sobre el lomo, de los monos aulladores, del tráfico fluvial que convierte los canales en imprescindibles vías de comunicación. Me sorprende su español, en el que la riqueza léxica muestra palabras para mí castizas, y hasta arcaicas -me trata de vos- junto a otros vocablos cuyo sentido tengo que adivinar -llama lagartos a los pequeños caimanes- igual que me sorprende la música que hace resonar su discurso, el modo de pronunciar las erres, las cadencias del fraseo. El momento, el esplendor solar convertido en una luz suave gracias al gigantesco arbolado y remansado en la solemne penumbra del bohío, la humedad que enaltece los aromas, quedan en mi recuerdo envolviendo ese español nuevo, diferente, que fluye de la boca de la mujer. [...] En la época de la que hablo he leído con atención y gusto a los escritores de lo que conocimos como boom latinoamericano -varios acabarán convirtiéndose en clásicos vivos de nuestro idioma- y he advertido las peculiaridades que le dan a su prosa su inconfundible identidad. Pero es a través de las palabras de esta mujer del pueblo cuando comprendo que mi lengua ya no tiene un único lugar de referencia, que puede ser la misma y presentar otra melodía, e incluso un léxico donde convivan pacíficamente lo habitual y lo ajeno, en tierras para mí muy lejanas. La revelación de que la anciana no habla una lengua segundona de la mía es, en cierto modo, similar a otra: la que, al leer a los cronistas y escritores de Indias, a raíz de mi primer descubrimiento americano, tuve al comprender que, en los Comentarios Reales, el Inca Garcilaso realiza un genial injerto, al contarnos la historia de sus antepasados a la luz de la cultura grecolatina. Con los años he recorrido muchos lugares de Iberoamérica, he vuelto a tener gustosas conversaciones con hablantes populares, y me sigue asombrando, con el deleite de compartir lo más hondo de ese patrimonio, la variedad de registros melódicos y la riqueza de los vocabularios. Los hispanohablantes nunca seremos capaces de abarcar todas las músicas de nuestro idioma, ni todo el léxico que lo enriquece. La fragmentación comunitaria ha favorecido la existencia de muchos reductos regionales, y en ellos surgen espacios verbales donde la intimidad, la familiaridad, ofrecen nuevos registros de un al parecer infinito panorama de modulaciones del español.
Juan Gabriel Vásquez: He tenido que pasar catorce años fuera de Colombia -y diez años de escritura, o de intentos de escritura, en Barcelona- para enterarme de algo que todos sabían, menos yo: mi lengua está en peligro. Me refiero, claro, a la lengua española con que escribo mis ficciones: al parecer, el hecho de llevar tanto tiempo fuera de mi país es una especie de atentado contra su pureza. La lengua de un expatriado como yo está amenazada (me explican) por la globalización, y el resultado es la pérdida de sus matices locales o nacionales, y la consecuente creación de una koiné donde las novelas de todo un continente acabarán sonando igual. La lengua de un expatriado como yo está sitiada (me explican) por la ubicua y contaminante presencia del inglés, con el resultado -indeseable, por lo que se ve- de que la ficción latinoamericana ahora suena toda como una traducción de Cheever o Yates. Me parece que en ello, en estas bienintencionadas inquietudes, hay un gran malentendido: la idea de que la lengua literaria se comporta igual que la lengua hablada, y de que los escritores que pasan mucho tiempo en países ajenos corren el riesgo, como si dijéramos, de "perder el acento". Pues bien, no es así. Mi coterráneo Fernando Vallejo lo explicó bien en el menos vallejiano de sus libros: Logoi. "La prosa", dice allí, "es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana". En otras palabras, la voz con que uno cuenta sus novelas es siempre una fabricación, una invención; desde Lázaro de Tormes hasta Jacobo Deza, la voz de la ficción es una creación artificial que sólo a grandes rasgos coincide con la dicción del escritor metido en eso que, a falta de mejores palabras, llamamos mundo real. Si uno siente, como siento yo, que siempre está escribiendo en una lengua extranjera, puede sin miedo dejarse contaminar por tres años de vida en países francófonos, por diez años de vida en español peninsular, por una vida entera en estrecho contacto con el inglés de varios países; y, lejos de amilanarse por ello, lejos de sentir y temer la desnaturalización de su lengua, comprenderá que esas voces y esos ámbitos que se le ofrecen en el extranjero pueden muy bien acabar por enriquecerlo. Así que ni la contaminación ni el descenso a la koiné me han preocupado nunca. Hubo un tiempo, sí, en que la exhibición indiscriminada de localismos bastaba para hacer literatura latinoamericana; ese tiempo, por fortuna, ha pasado, y de la superstición del color local -tan afín a esa otra superstición, la del nacionalismo literario- ya se ocupó Borges en El escritor argentino y la tradición, un ensayo de los años treinta que para mí tiene el lugar de un manifiesto.
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