Perú21.PE.- Una vida de novela (Aguilar) es un libro que celebra sus 70 años y resume la trayectoria de un hombre que vive exageradamente.
Por Gonzalo Pajares Cruzado
Escribir mi nueva novela ha sido un pajazo. Le faltarán unas cien páginas. Debo dejarla reposar, la escribí durante los últimos tres meses, y poquito más y la acababa. Es una historia que tengo en mi cabeza desde que escribí Un mundo para Julius. Su teoría es la siguiente: en el Perú, en América y en el mundo, las más grandes fortunas –claro, las peruanas son enanas, no hemos salido ni en el Forbes latinoamericano, tenemos unos ricos de pacotilla– no duran sino tres generaciones: el que la hace, el que la consolida y el que la derrocha. El último ejemplo conocido es el de la familia Prado”. Así se inicia nuestra conversación sin censura con Alfredo Bryce. Estamos en su “palomar’, un bello estudio que copió –hasta en los muebles, las ventanas y el color de las paredes– de un palacio italiano. Duró cinco horas y terminó con cinco vodka tonics en nuestros cuerpos.
Usted se caracteriza por sus personajes entrañables –Julius, Martín Romaña, Manongo Sterne, Felipe Carrillo–. ¿Quién lo es esta vez?
El abuelo, el que crea la fortuna. Una vez que la hace, y ya viudo, se dedica a la parranda, a juguetear con la vida y a fregar al hijo. Y vive más de cien años, o sea que jode bastante (risas). Es más, muere en una orgía, celebrando sus 101 años y escandalizando a sus hijos.
¿Controló su materia narrativa?
Mis otras novelas estallaban, se iban por las ramas. Esta no. No tengo sino 300 páginas, y con cien más estará terminada. Pero han sido las novelas más largas las que más han gustado.
Quizás porque son como usted: desmesurado, exagerado, y el irse por las ramas les da sentido a las experiencias de sus personajes, tal y como hacía su admirado Stendhal…
Stendhal está detrás de mucho de lo que he escrito. Es uno de los autores que más me fascina, a él vuelvo siempre, sobre todo a La cartuja de Parma, tanto así que, aunque a usted le parezca por esto un cojudo a la vela, cuando la terminé de leer la puse sobre una mesa y empecé a aplaudirla (risas).
Stendhal creó una Italia. Chus Visor dice que usted escribió, en París, historias bien peruanas, pero ambientadas en Francia…
Uno peruaniza todo lo que toca. Vayamos al monstruo, al grande, al poeta Vallejo, que más peruano no podía ser. Cuando tocamos a Vallejo, nos muerde. Es el autor peruano que más releo. De repente estoy escribiendo, me he quedado perdido, me paro, leo un poema de Vallejo y sigo escribiendo. Me siento, con él, muy en el Perú.
¿Qué más le da Vallejo?
Siento que es un poeta que solo los peruanos sabemos leer bien. Qué le pueden interesar a un extranjero versos como: “Fue domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza)” (risas). Esto solo a los peruanos nos puede conmover. Nadie se ha reído de Vallejo; a lo sumo lo han encontrado incomprensible (risas). Vallejo era un dandy, un hombre súper alegre, con amigos muy ricos, un súper Don Juan, andaba enamorando a todas las chicas de Montparnasse y siempre era novio de alguna panadera para que le diera el primer baguette de la mañana. O sea que comía caliente y a su hora (risas). Lo del Vallejo triste es un mito. Él tuvo dificultades en París, pero, ¡quién no las ha tenido!, y daba consejos para ser un dandy: “No bajen del metro hasta que esté bien parado, porque se gastan los zapatos con el roce de la pista. No se sienten mucho porque sale un brillo en el fundillo (risas)”. Una vez me quedé en una casa que había sido de magnates y me dijeron: “¿Desea quedarse en la habitación de Vallejo o de Neruda?”. Viejo, yo rechacé la oferta porque vaya a saber uno si esas camas estaban desinfectadas: Vallejo tenía tisis, tenía de todo (risas).
¿Quién influenció más su vocación?
Mi madre. Ella fue mi salvadora. Mi padre se opuso profundamente. Tuve muchos problemas con él, pero yo lo quería y entendía: solo tuvo tres hijos hombres, el mayor era un minusválido; el segundo, un gran criollo que no trabajaba, que terminó la primaria con las justas, y yo. Jamás me iba a enfrentar con él. El creía que los hombres venían con su carrera bajo el brazo. Cuando me fui a Europa, mi padre creía que era por un año o dos y que volvería a mi vida “normal’. Pero quien me consiguió la beca para Europa y luchó contra mi padre fue mi madre. En París recibí una carta bellísima de mi padre, quien era el hombre más parco del mundo. Allí me decía: “Entendí, querido hijo, que eres un hombre distinto a mí. Eres tú mi mejor hijo, sigue tu camino, sigue para adelante”. Al poco tiempo murió.
¿Cuánto de ficción hay en sus relatos sobre el real Alfredo Bryce?
Eso no lo sé. En mi vida, la realidad y la ficción están confundidas. Y esto nos pasa a todos los escritores. Hay realistas como Vargas Llosa, que no inventa nada. Otros, como García Márquez, que todo lo inventan. El Gabo es el más grande mentiroso de la Tierra.
La mamá de Gabo dijo que Vargas Llosa era más mentiroso que su hijo…
La vieja defendió mal a su hijo. Por decir que Mario no tenía palabra, terminó echándole una flor a Vargas Llosa.
¿Usted también es un mentiroso?
También (risas). Mentiroso era yo desde chico. Recuerde que soy hijo de Arnaldo Alvarado, el corredor de autos. Cuando mis compañeros se enteraron de que no lo era sintieron pena, pues la historia era entretenidísima (risas).
¿Se arrepiente de su vida exagerada?
He pegado patinazos, he sufrido mucho, pero no me arrepiento porque todas las personas que he querido allí están, a mi lado, las sigo viendo. Incluso a mi amor prohibido en Francia…
Una noble, cuya familia lo trataba de miserable…
Exacto. Yo trataba de probarles que acá era “hijo de’ y me decían: “Váyase a la mierda” (risas).
Por Gonzalo Pajares Cruzado
Escribir mi nueva novela ha sido un pajazo. Le faltarán unas cien páginas. Debo dejarla reposar, la escribí durante los últimos tres meses, y poquito más y la acababa. Es una historia que tengo en mi cabeza desde que escribí Un mundo para Julius. Su teoría es la siguiente: en el Perú, en América y en el mundo, las más grandes fortunas –claro, las peruanas son enanas, no hemos salido ni en el Forbes latinoamericano, tenemos unos ricos de pacotilla– no duran sino tres generaciones: el que la hace, el que la consolida y el que la derrocha. El último ejemplo conocido es el de la familia Prado”. Así se inicia nuestra conversación sin censura con Alfredo Bryce. Estamos en su “palomar’, un bello estudio que copió –hasta en los muebles, las ventanas y el color de las paredes– de un palacio italiano. Duró cinco horas y terminó con cinco vodka tonics en nuestros cuerpos.
Usted se caracteriza por sus personajes entrañables –Julius, Martín Romaña, Manongo Sterne, Felipe Carrillo–. ¿Quién lo es esta vez?
El abuelo, el que crea la fortuna. Una vez que la hace, y ya viudo, se dedica a la parranda, a juguetear con la vida y a fregar al hijo. Y vive más de cien años, o sea que jode bastante (risas). Es más, muere en una orgía, celebrando sus 101 años y escandalizando a sus hijos.
¿Controló su materia narrativa?
Mis otras novelas estallaban, se iban por las ramas. Esta no. No tengo sino 300 páginas, y con cien más estará terminada. Pero han sido las novelas más largas las que más han gustado.
Quizás porque son como usted: desmesurado, exagerado, y el irse por las ramas les da sentido a las experiencias de sus personajes, tal y como hacía su admirado Stendhal…
Stendhal está detrás de mucho de lo que he escrito. Es uno de los autores que más me fascina, a él vuelvo siempre, sobre todo a La cartuja de Parma, tanto así que, aunque a usted le parezca por esto un cojudo a la vela, cuando la terminé de leer la puse sobre una mesa y empecé a aplaudirla (risas).
Stendhal creó una Italia. Chus Visor dice que usted escribió, en París, historias bien peruanas, pero ambientadas en Francia…
Uno peruaniza todo lo que toca. Vayamos al monstruo, al grande, al poeta Vallejo, que más peruano no podía ser. Cuando tocamos a Vallejo, nos muerde. Es el autor peruano que más releo. De repente estoy escribiendo, me he quedado perdido, me paro, leo un poema de Vallejo y sigo escribiendo. Me siento, con él, muy en el Perú.
¿Qué más le da Vallejo?
Siento que es un poeta que solo los peruanos sabemos leer bien. Qué le pueden interesar a un extranjero versos como: “Fue domingo en las claras orejas de mi burro, de mi burro peruano en el Perú (Perdonen la tristeza)” (risas). Esto solo a los peruanos nos puede conmover. Nadie se ha reído de Vallejo; a lo sumo lo han encontrado incomprensible (risas). Vallejo era un dandy, un hombre súper alegre, con amigos muy ricos, un súper Don Juan, andaba enamorando a todas las chicas de Montparnasse y siempre era novio de alguna panadera para que le diera el primer baguette de la mañana. O sea que comía caliente y a su hora (risas). Lo del Vallejo triste es un mito. Él tuvo dificultades en París, pero, ¡quién no las ha tenido!, y daba consejos para ser un dandy: “No bajen del metro hasta que esté bien parado, porque se gastan los zapatos con el roce de la pista. No se sienten mucho porque sale un brillo en el fundillo (risas)”. Una vez me quedé en una casa que había sido de magnates y me dijeron: “¿Desea quedarse en la habitación de Vallejo o de Neruda?”. Viejo, yo rechacé la oferta porque vaya a saber uno si esas camas estaban desinfectadas: Vallejo tenía tisis, tenía de todo (risas).
¿Quién influenció más su vocación?
Mi madre. Ella fue mi salvadora. Mi padre se opuso profundamente. Tuve muchos problemas con él, pero yo lo quería y entendía: solo tuvo tres hijos hombres, el mayor era un minusválido; el segundo, un gran criollo que no trabajaba, que terminó la primaria con las justas, y yo. Jamás me iba a enfrentar con él. El creía que los hombres venían con su carrera bajo el brazo. Cuando me fui a Europa, mi padre creía que era por un año o dos y que volvería a mi vida “normal’. Pero quien me consiguió la beca para Europa y luchó contra mi padre fue mi madre. En París recibí una carta bellísima de mi padre, quien era el hombre más parco del mundo. Allí me decía: “Entendí, querido hijo, que eres un hombre distinto a mí. Eres tú mi mejor hijo, sigue tu camino, sigue para adelante”. Al poco tiempo murió.
¿Cuánto de ficción hay en sus relatos sobre el real Alfredo Bryce?
Eso no lo sé. En mi vida, la realidad y la ficción están confundidas. Y esto nos pasa a todos los escritores. Hay realistas como Vargas Llosa, que no inventa nada. Otros, como García Márquez, que todo lo inventan. El Gabo es el más grande mentiroso de la Tierra.
La mamá de Gabo dijo que Vargas Llosa era más mentiroso que su hijo…
La vieja defendió mal a su hijo. Por decir que Mario no tenía palabra, terminó echándole una flor a Vargas Llosa.
¿Usted también es un mentiroso?
También (risas). Mentiroso era yo desde chico. Recuerde que soy hijo de Arnaldo Alvarado, el corredor de autos. Cuando mis compañeros se enteraron de que no lo era sintieron pena, pues la historia era entretenidísima (risas).
¿Se arrepiente de su vida exagerada?
He pegado patinazos, he sufrido mucho, pero no me arrepiento porque todas las personas que he querido allí están, a mi lado, las sigo viendo. Incluso a mi amor prohibido en Francia…
Una noble, cuya familia lo trataba de miserable…
Exacto. Yo trataba de probarles que acá era “hijo de’ y me decían: “Váyase a la mierda” (risas).
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