UN HOMBRE PIENSA TREINTA SEGUNDOS DE PIE SOBRE UNA TABLA DE SURF [LO QUE DURA UN OLA EN LA PLAYA CERRO AZUL]
Un texto de Jaime Bedoya
etiquetanegra.com.pe.- Una ola más llega a Cerro Azul. Ha recorrido durante
cinco semanas miles de kilómetros de océano alejándose de su propia
fuente, una inadvertida tormenta tropical próxima a las islas Marquesas,
en ese confín de archipiélagos minúsculos al extremo sur del planeta:
la Polinesia. La ola no será la más grande del día, tampoco la más
pequeña. Guarda una velocidad constante, ondulando con elegancia las
aguas conforme se desplaza.
No es agua lo que se mueve, es el efecto del viento sobre su
superficie, la transmisión física de un ímpetu que hace a los mares
ejemplos puros de perseverancia.
El zócalo continental de Cañete, una provincia de pescadores y
agricultores a cien kilómetros de Lima, empina la ola y la incita a
desprender su cresta sobre sí misma. Esta ha llegado al punto mágico
propio de aquellas playas que hacen coincidir su muerte en la orilla con
la posibilidad de ser surcada por única y última vez por un ser humano.
En la playa Cerro Azul este punto se ubica junto a las peñas, detrás de
un morro que recibe el nombre de El Fraile cuando se ve desde el
muelle. A este montículo se le llama El Cóndor cuando se observa desde
la playa. Contra el asombro de los forasteros, los tablistas locales
sólo le llaman La Piedra. La ola de Cerro Azul es una discreta y
reflexiva oportunidad de pararse medio minuto sobre el mar. Algo que
asombra pero que no requiere explicación.
Cuando la ola empieza a reventar y el violento susurro de su espuma
móvil reverbera bajo la fibra de vidrio hidrodinámica de la tabla, la
ola trasciende el morro, y deslumbra a su jinete con el generoso
escenario de su debut terminal en tierra firme: el salón acuático de
Cerro Azul1 . El paisaje de fondo es fundamental y toponímico, un cerro
terracota, que es lo que queda de la fortaleza que cambiaba de color
entre el azulino y el verde según el viajero alemán Ernst Middendorf2,
que recorrió el país a fines del siglo XIX, y que el inca Pachacútec
mandara a levantar en honor a las proezas militares de Cápac Yupanqui,
uno de sus antecesores. En el vértice horizontal del panorama, casi a
espaldas del tablista y conforme este se desplaza en una línea diagonal
rumbo al noroeste, las dunas de reflejos violáceos se suceden hasta
llegar a la antípoda geológica establecida por la presencia magenta de
otro portento: Cerro Colorado. Es ahora cuando la pared esmeralda de la
onda ejerce su mayor poder, bautizando de manera pagana a quien la corre
con un rocío salino de virtudes equilibrantes: todos somos tres cuartas
partes de agua.
Acaso la familia Barreda fuera cuatro cuartas partes de agua. Lo cierto es que toda ella era de Cerro Azul.
Corrían los años cincuenta, y Sonia de Barreda, la madre, corría olas
bajo los acantilados de Lima, en el entonces apacible distrito de
Miraflores. El mar era amplio y estaba solo para ella. Todavía no había
llegado de Hawái ese señorito llamado Carlos Dogny, a quien un mayordomo
le cargaba un inmenso tablón de madera hasta las mismas orillas de
canto rodado de la ciudad. Era la primera tabla hawaiana que llegaba al
Perú. Barreda se fabricaba sus propias tablas con pedazos de madera
para correr «a pechito». Eran una versión pionera y artesanal de las
futuras Morey Boogie, aunque de menor flotación. Cuando sus hijos
cumplieron los diez años, Sergio Barreda, El Gordo, y Carlos Barreda, El
Flaco, ya habían sido presentados al mar y a sus vaivenes. Eso sí, su
padre, el doctor Carlos Barreda, no pisaba el agua salada.
La felicidad marina estaba al alcance de la travesura para los
hermanos Barreda. Ambos estudiaban en el colegio Champagnat, a unos
cientos de metros de la playa. Escapar del naufragio escolar hacia la
libertad infinita del océano por la puerta trasera del colegio —aquella
que daba a lo que hoy es la pérfida Calle de las Pizzas— era una
trasgresión trascendente. Sonia de Barreda anticipaba que esa amabilidad
urbana del distrito de Miraflores de los años cincuenta no iría a durar
mucho. Qué atroz y lúcida visión. Todo crecía y crecía mal.
Ella tenía un cuñado que trabajaba en una hacienda del sur. Siempre
le oía hablar de la casi secreta y aun silvestre ola de Cerro Azul. Y se
fue para allá.
El descubrimiento surfístico de la playa había sido obra de la
casualidad dirigida, otra manera de confirmar que el azar no existe por
sí solo. El tablista, periodista y director de cine John Severson había
recorrido el Perú filmando sus olas, y hacia el final del verano de 1961
solicitó a sus anfitriones locales atender a un rumor acuático y
repetido: una ola fina y virgen se escondía en una bahía que antes había
sido un puerto a más de cien kilómetros al sur de Lima. Severson era
dueño, además, de la revista de tabla Surf, la misma que hoy se llama
Surfer Magazine, y que se lee en todo el mundo. Severson y un grupo de
tablistas peruanos, entre ellos el futuro campeón mundial Felipe Pomar,
domaron esa tarde la ola de Cerro Azul.
Era 1963 y los Beach Boys colocaban su canción «Surfing Safari» entre
las cinco primeras del ranking Billboard, en Estados Unidos, y
mencionaban aquella ola perdida en una playa de un país perdido de
América del Sur. Los Beach Boys, por cierto, jamás habían pisado ese
lugar. El nombre de Cerro Azul lo leyeron en una revista de tabla y les
gustó. El vocalista, Mike Love, tendría que esperar cuarentaidós años
para conocer el lugar y para enterarse de qué había estado cantando
durante tanto tiempo. Fue en una de esas giras anacrónicas que ahora se
ven obligados a hacer los viejos grupos de rock desde que el negocio
musical ya no consiste en vender discos.
Con o sin Beach Boys, a comienzos de los años setenta Sonia de
Barreda encontró un terreno en la playa de Cerro Azul. El metro cuadrado
costaba una propina. Ahí ella levantó su casa. En esa ola, su hijo
Carlos ‘El Flaco’ Barreda se acercó más que nadie en las costas del Perú
al renglón más elevado y respetado de la jerarquía tablista: el soul
surfer. Se le llama así al ser ajeno a la vanagloria deportiva o al
narcisimo playero. El soul surfer funde su espíritu con la ola de la
playa que lo acoge. Ola y tablista se hacen uno, y establecen un íntimo
diálogo plástico, efímero en el tiempo pero perdurable en un sentido
emocional. Si bien nutre en esencia a quienes de ella participan, a ojos
de terceros —desde la orilla, por ejemplo— suscita la impresión de que
eres testigo de un evento sobrecogedor y más grande que tú mismo. Igual
que un eclipse lunar o como toparse con la mirada fija de un animal
salvaje.
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martes, 20 de marzo de 2012
¿Tiene un pueblo la personalidad de sus mareas?
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